Ecce ascendimus Jierosolymam
Por bienaven
  
Viernes, 02/04/2021
(Roberto de Mattei, Correspondencia Romana)

"Ecce ascendimus Jierosolymam"; “¡He aquí que subimos a Jerusalén!” (San Mateo, XX, 18). Estas son las palabras que Jesús dirige a los Apóstoles cuando, al final del retiro que pasó con ellos después de la resurrección de Lázaro, dejó la ciudad de Efrén para dirigirse hacia Jerusalén.

“Ecce”: ha llegado el momento en que la misión del Redentor debe encontrar su cumplimiento; “ascendimus”: el camino a recorrer, que es el de la Cruz salvífica, cuesta arriba y que se opone al camino ancho y en bajada de la perdición eterna; “Jierosolymam”: la meta es Jerusalén, la ciudad santa donde, por las múltiples razones que explica Santo Tomás, era conveniente que Él sufriera su Pasión (Summa Theologiae, q. 46, a. 10).

Ha llegado el acontecimiento supremo al que siempre se habían dirigido sus pensamientos, y Jesús, que conoce el lugar, la hora y las circunstancias de este acontecimiento, precede con paso decisivo a los Apóstoles, que lo siguen asombrados y temerosos. "Erant autem in via ascendentes Jerosolymam: et praecedebat illos Jesus, et stupebant, et sequentes timebant" ("Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús se les adelantaba, y ellos se asombraban y lo seguían con miedo") (Mc. 10, 32)..:Jesús avanza como un guerrero marchando a la batalla, porque está decidido a beber el cáliz de su Pasión hasta la última gota. Él aparece como el "gran capitán general de los buenos" que describe San Ignacio (Ejercicios Espirituales, n. 138); un líder noble y real, que reúne bajo su estandarte ensangrentado a todos aquellos que quieran participar del gran misterio de la Pasión y la Resurrección: "He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y escribas, y lo condenarán a muerte, lo entregarán a los gentiles, para que lo escarnezcan, lo azoten y lo crucifiquen, pero al tercer día resucitará.” (Mt. XX, 18-19; Mc. 10, 33-34; Lc. XXVIII, 31-33).

Pero los Apóstoles “no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de que hablaba.” (Lc XVIII, 34). Sin embargo, no es la primera vez que Jesús les revela estos misterios. Después que Pedro en Cesárea había confesado que Jesús era "el Cristo, el Hijo del Dios viviente", el Evangelio se refiere a que "desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Mt. XVI, 21). Pedro, «tomándole aparte, se puso a reconvenirle, diciendo: "¡Lejos de Ti Señor! Esto no te sucederá por cierto". Pero Él, "volviéndose, dijo a Pedro: '¡Quítateme de delante, Satanás!, ¡Un tropiezo eres para Mí, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!” (Mt. XVI 22-23).

Los Apóstoles no tenían el sentido de Dios, porque no comprendían el sentido del sufrimiento y esperaban que Jesús se sustrajera de las manos de los Fariseos, como lo había hecho en otras ocasiones mientras lo buscaban para matarlo. A ellos les faltaba aún aquello que San Luis María Grignion de Montfort define como "la sabiduría de la Cruz": "esa ciencia sabrosa y experimental de la verdad que nos permite ver a la luz de la fe incluso los misterios más ocultos, como el de la Cruz". (Carta a los Amigos de la Cruz, n. 45).

Cuando Jerusalén, la ciudad de las reliquias de la Pasión, fue ocupada por los infieles, la meditación sobre las palabras de Jesús: "si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo y lleve su cruz, y siga tras de Mí" (Mt XVI, 24) impulsaron al Beato Urbano II a apelar a la Cristiandad para liberar el Santo Sepulcro. Así nació la más grande epopeya cristiana de la historia: el movimiento de las Cruzadas. «Ecce ascendimus Jerosolymam», exclamó Godofredo de Bouillon, en la madrugada del 7 de junio de 1099, cuando las cúpulas de la Ciudad Santa se descubrieron a los ojos de los guerreros cristianos. El nombre de Jerusalén fue el grito de guerra de los cuarenta mil peregrinos armados que el 15 de julio liberaron la Ciudad Santa del dominio sacrílego de los musulmanes.

Pero Jerusalén, antes de ser una ciudad terrena, es la ciudad donde se cumple el misterio de la Cruz para todo cristiano. Desde las alturas del cielo, escribe San Luis María Grignion de Montfort, la mirada de Dios no contempla a los poderosos en la tierra, sino que "mira al hombre que lucha por Dios contra la suerte, el mundo, el infierno y contra sí mismo; el hombre que carga con alegría su propia cruz” (Carta a los Amigos de la Cruz, n. 55).

Ascender a Jerusalén es, en este sentido, un programa de militancia católica. «Ya estamos aquí. Ecce ascendimus Hierosolymam", dijo el beato Florentino Asentio Barroso nombrado por Pío XI Obispo Titular de Eurea y Administrador Apostólico de Barbastro, cuando el 16 de marzo de 1936 ingresó en su diócesis, donde tres meses después fue torturado, castrado y asesinado por milicianos anarquistas. y comunistas. Sus palabras resumen las de todos aquellos que en la historia han elegido y optarán por combatir por Jerusalén contra la Revolución, aceptando las ofensas, las calumnias, las persecuciones y, si fuera necesario, la muerte, que Jesús pide por su amor.

Jerusalén, como explica san Agustín, es la Iglesia en sentido espiritual (Ciudad de Dios, 17, 16, 2), objeto de persecuciones revolucionarias en los siglos XX y XXI pero también de un proceso de autodemolición que agrava la Pasión de la Iglesia. En Fátima, el 13 de julio de 1917, Nuestra Señora anunció que si el mundo no se convertía, Rusia esparciría sus errores por todo el mundo, promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia. “Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán destruidas. Por fin, Mi Inmaculado Corazón triunfará».

Ante este escenario, que es el de nuestro tiempo, el militante católico debe estar dispuesto a hacer el holocausto de su vida, con la misma serena determinación con la que Nuestro Señor subió hacia Jerusalén. El triunfo del Inmaculado Corazón de María será la hora de la resurrección histórica de la Cristiandad, prefigurando aquella de la Jerusalén eterna en el Cielo.
"El ángel me llevó en espíritu a una montaña de enorme altura, y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La gloria de Dios estaba en ella y resplandecía como la más preciosa de las perlas, como una piedra de jaspe cristalino." (Ap 21, 10-11).

Jerusalén significa "visión de paz", la paz es la tranquilidad en el orden y Jerusalén es la ciudad inmortal de los ángeles y de los santos, donde el orden divino triunfa en su perfección inmutable.

Somos ciudadanos del Cielo nos recuerda a menudo San Pablo (Filipenses 3, 20; Efesios 2, 18-19; Hebreos 13, 14) y la Jerusalén celestial es la patria que espera a los elegidos al final de su vida terrenal. Ecce ascendimus Jerosolymam, serán las palabras que Nuestra Señora dirigirá con infinita dulzura a sus devotos en la hora de su muerte, para introducirlos en la feliz eternidad del Paraíso.


Por bienaven