En Detectives en Córdoba, atrapante novela juvenil de la maestra, periodista de investigación y guionista María Brandán Aráoz, aparece Santa Catalina, antigua estancia jesuítica que desde 1774 pertenece a la muy cordobesa familia Díaz.
Esta curiosidad histórica constituye un caso único en el país, digno de registrarse en los anales de la Historia del Derecho Argentino, pues resulta una especie de mayorazgo de hecho con una propiedad que permanece en la misma familia a través de cuatro siglos, si se prefiere, todo un modelo de condominio.
Veamos que dice esa premiada y prolífica escritora especializada en literatura infantil y juvenil sobre Santa Catalina:
Recién al despedirse, Adela supo que la anciana se llamaba Francisca Díaz y era la abuela paterna de Julieta, la prima de Guille.
-Pasado mañana me llevo a mi nieta a la estancia Santa Catalina, muy cerca de Ascochinga y Jesús María. Es la más grande y una de las primeras que fundaron los jesuitas, ¿sabías? -dijo Francisca con orgullo-. ¡Pensar que mi antepasado Francisco Antonio Díaz la compró en una subasta! Ahora el lugar pertenece a cuatro ramas de sus descendientes, y en el casco antiguo Julieta y yo tenemos asignadas nuestras habitaciones -y agregó con voz temblorosa-: Desde que mi hijo murió, yo trato de inculcarle a mi nieta el amor por las tradiciones familiares. [ ]
Ninguno esperaba encontrar un lugar semejante. Antes de trasponer el portón de entrada, la iglesia Santa Catalina lucía imponente con su impecable fachada blanca escoltada por dos torres y el portal curvado con la escalinata al frente. Ni las fotos de Internet le hacían justicia. Hasta Inés quedó boquiabierta ante la estructura barroca y colonial enmarcada por árboles y plantas. En el jardín lateral protegido por rejas centenarias, descansaban las tumbas de los primeros fundadores.
A Guille lo perdieron en la mitad del parque. Conocía de memoria el lugar por ir todos los años, tenía varios amigos que veraneaban allí y estaba ansioso por visitarlos.
Julieta, que los esperaba desde hacía rato junto a la fuente de agua, se acercó sonriente a saludarlos. ¡Qué linda es! Si no estuviera vestida con jeans y remera blanca podría pasar por una belleza del mil seiscientos, se dijo Pablo, fascinado. Aunque a poco de verla, decidió que la fuerza y vivacidad que irradiaba por todos los poros en nada la asemejaban a una heroína lánguida del pasado.
-¡Vamos, chicos! Vengan a conocer la iglesia por dentro. El altar de madera tallada, el retablo y las imágenes son fabulosas -los animó ella, luego de besar con naturalidad a cada uno.
Julieta no exageraba. Ya en el interior de la nave en cruz, Adela, emocionada por las maravillas que veía, se tomó de la mano de Mauro, que aprovechó para susurrarle al oído:
-En una iglesia así me gustaría que nos casáramos.
Ella asintió ruborizada. ¿Cómo no emocionarse en ese entorno místico?
Sí, era como si hubieran retrocedido en el tiempo, porque después fueron a saludar a Francisca y a conocer el casco antiguo, con sesenta habitaciones, que antes fueran claustros, galerías que las comunicaban, escaleras laterales de piedra y tres patios. El central, con baldosas en damero y aljibe, despertó la admiración de las chicas.
Inés, que nunca había visitado una estancia jesuítica, estaba encantada hasta que la anciana le reveló entre risas:
-De noche hay que cerrar bien las ventanas de los cuartos porque se cuelan murciélagos. Aunque uno se acostumbra.
-¡Murciélagos! Ay, ¿no habrá ahora? Si veo alguno me da un ataque.
Tal era la cara de pánico de Inés, que los demás largaron la carcajada. Francisca, que rara vez recibía tantas visitas, insistió en mostrarles el piso superior, las terrazas y las habitaciones que todavía no estaban ocupadas.
-¿Seguro que no encontraremos un un bicho de esos? -preguntó Inés aterrada y con ganas de poner fin a la recorrida.
Impertérrita, la anciana los condujo a otra ala de la casa. Mientras Julieta, que se conocía el lugar de memoria, anunció que iba a comprar facturas al almacén de la vieja ranchería.
-Te acompaño -dijo Pablo con firmeza. Y se fueron juntos.
Mauro había visto en los confines del parque las ruinas del noviciado, construido por los jesuitas en el mil seiscientos, ahora deshabitado y abandonado; sintió curiosidad y se encaminó hacia allí.
Recorrió el lugar de punta a punta y tomó varias fotos con su celular. Entró en los recintos húmedos y mohosos donde los restos de techos amenazaban con caerse, los arcos albergaban nidos de pájaros, y las paredes y pisos derruidos estaban sembrados de huecos. [ ]
El almuerzo compartido en la galería fue alegre y bien surtido. La anciana había encargado a la pulpería unas empanadas de carne y de humita que estaban riquísimas; los chicos no podían parar de comer una tras otra. De postre había ambrosía y pastelitos de dulce de membrillo, exquisiteces del lugar que fueron devoradas en minutos. Después del opíparo almuerzo, Francisca se fue a su cuarto a dormir la siesta, y los chicos se quedaron a sacudir la modorra al sol. [ ]
Fuente: MARÍA BRANDÁN ARÁOZ, Detectives en Córdoba, Colonia Suiza, Alfaguara, 2007, pp. 40, 136-139, 243-244.
Los invitamos a seguir a los jóvenes detectives en sus aventuras en Santa Catalina y alrededores, llenas de persecuciones, peligro y extraños personajes que entusiasman a los lectores. Por otro lado, con tantos discípulos de Sherlock Holmes sueltos deambulando por los pasadizos secretos de Santa Catalina, quisiéramos saber si la apreciada señora M. C. Díaz de Díaz anda por allí
Dibujos de Andrés Francesconi:
Dibujo de Vanessa Pérez Cepeda:
Dibujos de Ariel Pérez Cepeda:
Historias Curiosas:
Personajes y sucesos se cruzan en el rico pasado de Santa Catalina. Una historia repetida entre la familia es la de Doménico Zipoli, músico y hermano jesuita que vivió y murió en Santa Catalina. Fue un experto en música litúrgica barroca: sus restos se encuentran en el pretil de la iglesia recordados con una pequeña placa.
Entre los Díaz prevalecieron los sentimientos mayoritariamente unitarios, en una época fuertemente federal. En ese contexto, el joven Felipe Díaz se dirigía a reunirse con grupos unitarios del general Paz en 1841 cuando fue detenido y se ordenó su fusilamiento. El destino quiso que uno de los encargados de efectuarlo sea un ex peón de Santa Catalina, entonces soldado federal, quien lo dejó huir. Como agradecimiento, Felipe le regala sus botas de potro y le hace una promesa: hacer una función religiosa en homenaje a Santa Catalina de Alejandría, promesa que se cumple en forma continua desde 1840, todos los últimos domingos de enero.
Fue estrecho el vínculo de Santa Catalina con Julio Argentino Roca y el cordobés Miguel Juárez Celman, quienes discutieron la política nacional en sus salones. Elisa Funes Díaz era la mujer de Juárez Celman, hermana de Clara Funes Díaz, que se casó con Roca. La estancia La Paz, que era parte de la Estancia Santa Catalina, la heredan Elisa y Clara de su madre Guillermina Díaz de Funes. Roca amplía el casco y hace un parque de 100 hectáreas diseñado por Carlos Thays. Elisa y Clara veraneaban en Santa Catalina, y Juárez Celman y Roca tenían una gran amistad con Gregorio Gavier, otro integrante notable de la familia de Santa Catalina.
Gavier, gobernador de Córdoba que sucede a Juárez Celman en 1883, fue un dirigente liberal que tuvo peleas con la Iglesia Católica y llevó adelante medidas progresistas en la provincia (por ejemplo, en su gestión llegó el teléfono). Daniel Gavier, su hijo, trajo de Europa la tecnología de producción del cemento portland e instaló en 1906 la primera fábrica de cemento de América del Sur. Daniel Gavier era el abuelo de Daniel de la Torre, quien nos llevó a recorrer la estancia.
En Santa Catalina también se sintió la tensión clave del siglo XX, entre peronistas y antiperonistas. A Alejandro Díaz Bialet lo miraban raro: fue juez hasta el 55, y en los 60 empezó a actuar en política junto a Jerónimo Remorino (canciller de Perón desde el 51). Participó de la Hora del Pueblo, del Frejuli, y fue electo senador en marzo de 1973 por la Capital en la elección que ganó Héctor Cámpora, para pasar a ser presidente provisional del Senado. Su hija, Cristina Díaz Bialet (casada con Daniel de la Torre), lo recuerda así: En Santa Catalina se cruzaban una mayoría de católicos y liberales con los nacionalistas y peronistas. Mi papá fue casi un accidente geográfico, un auténtico peronista entre tantos liberales.
Por poco Díaz Bialet no fue presidente: cuando renuncia Cámpora y es elegido Perón, por ley de acefalía debía ocupar el cargo transitoriamente Alejandro Díaz Bialet, por ser presidente de la Cámara de Senadores. Como no era de extrema confianza de Perón, fue el enviado argentino a la reunión de países no alineados, y quedó a cargo del Poder Ejecutivo el titular de la Cámara de Diputados Raúl Lastiri.