A continuación transcribimos parcialmente tres relatos sobre lances de honor europeos publicados en folletín en periódicos porteños del siglo XIX. Sus autores, contrarios a la práctica del duelo, ofrecen lecciones moralizadoras a los lectores, probables duelistas, desanimándolos, en una época en la que los lances de honor estaban a la orden del día.
Al día siguiente muy temprano, el joven conde de Castelmelhor y Simón de Vasconcellos montaron a caballo para dirigirse al palacio de Alcántara donde Enrique de Moura Tellez, marqués de Saldaña, primo de su madre, debía presentarlos al rey. Atravesaron la ciudad seguidos del numeroso acompañamiento de gentiles-hombres que les permitían llevar su fortuna y su nacimiento. [...]
Al estreno del arrabal de Alcántara su escolta encontró el camino obstruido por una litera sin armas que ocupaba toda la extensión de la puerta.
Los gentiles hombres de Castelmelhor reclamaron paso, declarando, según el uso, los nombres y títulos de su señor. Una voz gruñona respondió desde el fondo de la tierra:
-¡Al diablo Castelmelhor, Castelreal y cualquiera otro hidalgo que añada a su nombre el de su arruinado palacio! Mi litera no se moverá de aquí ni una pulgada. [...]
-¿Habráse visto pícaro mas obstinado?, dijo Simón de Vasconcellos: echad la litera a un lado.
-¡Hola!, ¡hola!, ¿os venís con bravatas?, dijo la misma voz. Los que se atrevan a tocar a mi litera verán que es muy pesada para poder echarla a un lado. [...]
-Señor, dijo, cualquiera que seáis, os aconsejo que no os empeñéis en un lance que puede ser fatal para voz. Queremos pasar y pasar y pasaremos ahora mismo.
-Mi espada! ¡Castro, mis pistolas! Meneses, gritó la voz que temblaba de cólera, ¡por Venus y Baco, vamos a acuchillar a esos traidores!, ¡que no tuviéramos aquí siquiera a nuestro querido Conti y una docena de caballeros del firmamento!, pero no importa; ¡adelante!
La litera se abrió a estas palabras, y salió de ella un joven vacilante y cojeando. Apenas se halló fuera, hizo fuego con sus dos pistolas, que no hirieron a nadie, y se precipitó espada en mano sobre la escolta de Castelmelhor.
-¡El rey!, ¡el rey!, ¡no toquéis al rey!, gritaron al mismo tiempo Castro, Sebastián de Meneses y Juan Cabral de Barros, uno de los cuatro grandes prebostes de la corte, que salieron también de la litera real.
Su presencia en la refriega fue tan oportuna, que ya Simón había hecho saltar de un revés la espada de Alfonso de Braganza, intimándole que pidiera perdón.
Los tres señores, compañeros del rey, se lanzaron para levantarle, y Simón, lleno de un asombro doloroso a la vista del pobre maniático que empuñaba el cetro de Portugal, se quitó el sombrero, se cruzó de brazos, y bajó los ojos. Castelmelhor echó precipitadamente pie a tierra, y se arrodilló delante del rey. [...]
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Nota: Para que no se crea que ridiculizamos por capricho el extravagante carácter de Alfonso VI, citaremos un pasaje de la Relación de los motines ocurridos en la corte de Portugal en el año de 1668, obra contemporánea y digna de fe por más de un título, pasaje en que se encuentra referido un hecho análogo:
Pasando por la calle estrecha de San Pedro de Alfama encontró el rey el coche de Martín Correa de Saa, vizconde de Asseca. Como el rey iba muy de prisa, los conductores de su litera gritaron a los criados del vizconde que avanzaran con palabras tan imperiosas que no pudieron sufrirlas. Habiendo unos y otros echado mano a sus espadas, se empeñó el combate de tal suerte, que el vizconde se vio obligado a salir de su coche para sostener a sus criados, del mismo modo que Francisco de Sequeira, mozo del guardarropa había hecho para sostener a los otros. El rey podía hacer cesar con una sola palabra el desorden; pero no quiso, antes bien saliendo de su litera con Conti, puso la pistola a garganta del vizconde ya herido, que hubiera muerto si la pistola hubiera hecho fuego. Luego que el vizconde reconoció al rey, bajó su espada y prosternándose de rodillas, le pidió perdón; pero la sumisión, como la inocencia de este gentil-hombre, no impidió al rey decirle palabras ultrajantes. Todo el mundo estaba sorprendido de ver que el rey hubiese salido tan poco acompañado y que a la luz del día en un sitio público hubiese querido matar a un gentil-hombre educado a su lado en el palacio. Así es que no hubo nadie que no creyese general el peligro, y cada uno comenzó a temer por sí, etc., etc.. [...]
PAUL FEVAL, Los caballeros del firmamento, El Pampa, Buenos Aires, 21 y 22 de abril de 1875, p. 1
I.
Leopoldo [Molina] no tenía más amigo que Alberto; [...] porque en el fondo Leopoldo era bueno.
Su figura era agradable en la apariencia, pues como el mar cuando se encrespa, su fisonomía tomaba un aspecto de temible fiereza, sin que le valieran los consejos de su compañero, que en diferentes ocasiones se había interpuesto para evitar que su espada, que saltaba en seguida de la vaina, le expusiera a lances comprometidos.
II.
[...] -¡No quiero callar, porque necesito dar desahogo a mi justa cólera! ¡Tu hermana es una coqueta!
-¡Leopoldo! [...] ¡Oh! ¡Eres un insensato!
-¿Insensato yo? -¡ah! [...]
Molina, frenético, levantando la mano, la dejó caer sobre la mejilla de su hermano Alberto, que lanzó un rugido feroz, como el león de las selvas cuando se siente herido, y llevó el brazo derecho a la empuñadura de su espada; pero permaneció en aquella actitud hostil algunos segundos, en que la sangre, agolpado a su cabeza, fue bajando poco a poco y devolviendo la tranquilidad a su espíritu. Entonces dijo:
-¿Qué has hecho, Leopoldo?
-¡Castigar tu atrevimiento! ¡Devolverte el insulto!
-Olvidaste que soy tu hermano, y no quiero olvidarlo; entre nosotros no puede levantarse el fantasma de la muerte que evocaste con tu insensata conducta.
-¡Insensata! [...] ¿Otra vez?
-Sí, otra vez, Leopoldo. Sólo tú en el mundo habiendo manchado mi honra, existirías todavía. Te perdono la ofensa que inferiste a mi hermana; te perdono la que acabas de inferirme, porque estoy seguro de que la razón acude ya en tu auxilio y vas a tenderme los brazos. No podemos reñir; dime que aceptas el perdón que te concedo.
-¡A nadie me humillo!, exclamó Molina, verde de cólera, desenvainando su espada.
-¿Qué haces, Leopoldo? Vuelve en ti; no podemos cruzar nuestras armas. ¡Dios y nuestras familias nos están mirando!
-¡Defiéndete, Alberto!
-¡No!, gritó éste, cruzándose de brazos.
-¿No te bates? ¡Eres un cobarde!, dijo azotándole el cuerpo con la hoja de su acero.
-¡Ah! ¡Esto es demasiado!, exclamó Alberto fuera de sí. ¡En guardia, en guardia, y Dios te perdone!
Sacó la espada, y se arrojó sobre su agresor, que paró el golpe que iba al corazón. La luna, que alumbraba débilmente, envió entonces un rayo que iluminó de lleno la cara de Leopoldo; y su amigo, su hermano; sintió que el acero se le caía de la mano; volvió en sí, y púsose a la defensiva; pero su contrario le acosaba ciego, no oyendo las voces que le daba para que suspendiera los golpes; en una parada presentó Alberto el arma horizontal y tocó en seguida con el puño el pecho de Leopoldo Molina, que cayó, exhalando un gemido sordo.
Alberto dio un grito espantoso y se arrojó sobre el cuerpo de su amigo, que tenía en los ojos marcada la muerte. [...]
Alberto cogió la espada por la empuñadura y la sacó del cuerpo de su amigo, que dobló para siempre la cabeza. Entonces le besó en la frente, y dio a correr por el campo como un loco, pidiendo a la luna y a los árboles, únicos testigos de su desgracia, la vida de aquel hombre sacrificado a la ley del honor; pero la luna seguía enviando tranquilamente sus rayos a la tierra; y los árboles seguían agitando mansamente sus hojas, sin tomar parte en su dolor, sin prestarle un consuelo. Volvió Alberto en sí, y acercándose de nuevo al cadáver permaneció algunos minutos inmóvil, con los brazos cruzados, contemplándole; después dobló una rodilla en tierra, colocó el puño de su espada sobre la frente de su amigo y pronunció con tono solemne estas palabras:
-¡Juro sobre la cruz de esta espada no volver a ceñirla ni medir mis armas con ningún hombre, aunque la sociedad se desplome encima de mi cabeza! [...]
Detrás de aquella tapia le aguardaba el mundo; el mundo que en aquel lance de honor podía ver un crimen; pero no había mas testigos que la luna y los árboles, y estos no comparecen en juicio. ¡Era preciso vivir! [...]
Un río de sangre había separado a aquellas dos familias, unidas, al parecer, por eternos lazos. [...]
IV.
[...] -¡No, Alberto! Tú no eres criminal; la ley del honor dictó la sentencia de muerte de tu amigo; su insensatez le condenó. ¡Pobre Elena! [...]
-Nada hay imposible. No olvides que la causa podría abrirse de nuevo; y que no te sería fácil probar tu inculpabilidad social escudado con la ley del honor. ¿Seguirás ciegamente mis consejos? [...]
V.
[...] Alberto y Valentina, embriagados, ni siquiera repararon que había un tercero que con la muerte en los ojos seguía los movimientos vertiginosos del baile. Era Florencio Tejada, que sentía en el alma la explosión de los celos.
El baile terminó a las cuatro. Al salir, Valentina aceptó el brazo de Alberto y bajaron la escalera; detrás como una sombra, iba Florencio. La dama entró en su carruaje, y estrechando la mano de Alberto, le dijo:
-Hasta mañana.
Cuando el joven se incorporaba en el portal a Piedad y a Patricio se interpuso Tejada, y con tono entre irritado y burlón, le dijo:
-Hasta mañana.
-¡Caballero! [...] prorrumpió Alberto, verde de cólera.
-Me ha mirado V. en el salón con aire insolente, y no siempre la fortuna protege a los buenos mozos.
-¡Abra V. paso!, exclamó Puente con energía.
-Obedezco; pero no olvide V. la cita: ¡hasta mañana!
Y arrojó su tarjeta a la cara de Alberto.
Este rugió como un león herido; pero Patricio y algunas personas que salían del baile se interpusieron, evitando una desgracia, pues Alberto tenía fuerzas hercúleas, y Florencio era de poca estatura, delgado y de complexión débil.
-¿Qué ha sido eso?, preguntaron todos.
-Un atrevimiento de ese caballero, dijo Alberto apretando los puños. Han hecho Vv. mal en impedir que lo tronchara como un junco.
A la media hora en los Cafés y en el Casino se hablaba del desafío de Alberto Puente con Florencio Tejada. La chismografía se apoderó del suceso, creyendo inevitable el duelo.
VI.
[...] -¿Y qué?, ¿tengo la culpa de que el destino se ensañe conmigo?, ¿no traté de evitar el duelo con Leopoldo? El honor herido por sus arrebatos me obligó a desenvainar la espada; él mismo lo dijo al morir: ¡Me he suicidado! ¡Y fue la verdad! No quería herirle; era mi hermano; pero la ley del honor se impuso. [...]
-¡Matarle! [...] ¡Ah!, ¡no es posible! Lo juré solemnemente en aquella noche infausta, sobre el cadáver de mi pobre amigo, sacrificado a la ley del honor. [...] ¡La ley del honor! ¡Qué insensatez! [...] ¡No me batiré! [...]
El criado interrumpió el diálogo, presentando al joven el número de La Correspondencia de la mañana, y la madre salió de la habitación. [...]
Sonrióse Alberto, mas de pronto frunció las cejas al leer en la crónica estas líneas:
La brillante soirée de la Condesa terminó, y al salir los concurrentes, en el portal de la casa-palacio surgió un desagradable incidente entre los caballeros D.F.T. y D.A.P., mediando una provocación que se ventilará irremediablemente en el campo del honor.
Alberto se puso en pie, irritado, y exclamó:
-¡Qué atrevimiento! ¡Sacar a plaza nombres de personas respetables para delatarlas a la justicia! Pues qué, ¿el duelo no es delito penado por el Código? ¿Lleva quizá el periódico la noble intención de evitar el encuentro? Si es así, ¿no hubiera sido más conveniente avisar al juez que sacar a la vergüenza a dos hombres honrados? [...] ¡Honrados!, repitió con ironía. ¿Acaso la ley del honor no me obliga a medir mis armas con el atrevido que me provocó? [...] El capítulo del Código marcando pena a los duelistas es una hoja perdida del libro [...] ¿Quién se atreve a cerrar el camino al honor ofendido?
Quedóse pensativo algunos instantes, y luego continuó:
-La provocación la presenciaron anoche pocas personas, pero a esta hora por todo Madrid correrá mi nombre, sirviendo de pasto a la curiosidad y a la murmuración. Estoy comprometido a reñir con ese hombre, a matarle, porque, aunque cerrara los ojos, tengo la seguridad de que mi arma iría a buscar mi corazón [...] ¡Y no puedo batirme! ¡Mi juramento es sagrado! [...] ¡No me batiré! [...]
Dio algunos paseos por la habitación como loco, y exclamó:
-Las gentes me señalarán con el dedo, se burlarán de mí, llamándome cobarde, cuando me sobra aliento para empresas más atrevidas [...] ¡Eso sería mil veces peor que la muerte! [...] ¡La muerte! ¡He aquí la solución del problema! Juré no cruzar mis armas, y nos las cruzaré; la vida es para mí carga pesada, y puesto que no puedo suicidarme porque soy cristiano, ponga Florencio Tejada término a mis angustias; su mano vengará a Leopoldo Molina. ¡Me dejaré matar! [...] ¡Vamos en busca de mi salvación!
Y vistiéndose, salió de casa, resuelto a enviar sus testigos al retador.
VII.
-Me hablaste de la muerte, hijo mío; deseo saber qué causa extravía tu razón para olvidar que el hombre no puede torcer los designios de la Providencia. Nadie muere hasta que Dios lo dispone.
-¿Y los suicidas?, ¿y los duelistas?, preguntó Alberto.
-El genio de las locuras pretende imponerse trastornando la razón de los hombres; pero su propósito no se cumple si Dios no quiere; acuérdate de aquellas palabras latinas que resultan impías: Quos Deus vult perdere, prius dementat. Dios no se vale de medios tan vulgares para castigar a los que se pierden [...] ¡No! Alberto, no busques la muerte, porque no la encontrarás donde te propones. Ahora ábreme tu corazón para curar la herida que veo mana sangre. [...]
-Empieza, dijo el padre Martín cruzando los brazos.
Limpióse Alberto el sudor de la frente, y exclamó:
-¡Tengo sobre mi conciencia la vida de un hombre!
La frente del cura se nubló, y poniéndose las gafas para ver mejor al joven, murmuró:
-¡La vida de un hombre!
-¡Le maté en buena lid, en el campo del honor!
-¡El campo del honor!, repitió el padre Martín haciendo una mueca. ¡Qué manera de dar interpretación a palabras santas! ¡Esa interpretación está dictada por la insensatez y la barbarie! ¿Le mataste en desafío?
-Sí: para vengar un ultraje.
-Y, ¿qué conseguiste con tu triunfo, hijo mío?
-Arrastrar cuatro años una existencia insufrible, viendo fantasmas y oyendo sin cesar el quejido del moribundo [...] ¡Ah, padre! ¡Qué remordimiento tan cruel!
-¿Y para purgar tu pecado me hablas hoy de anticiparte la muerte? Satanás se ha apoderado de tu corazón y quiere turbar tu conciencia, santuario de la virtud. Acaba tu declaración.
-Ante el cadáver sacrificado al honor, juré sobre la cruz de mi espada no medirla con ningún hombre aunque la sociedad se desplomara sobre mi cabeza.
-Eso es noble. ¿Has cumplido el juramento?
-Hasta hoy, sí; pero ayer volví al mundo, y el demonio que se propone perderme me puso delante a un insensato que me provocó. Mi honor es hoy pasto de la murmuración. Lea V. esas líneas.
El padre Martín pasó la vista por el artículo de La Correspondencia, y le devolvió el periódico, diciendo:
-¡Inevitablemente el duelo! ¡Qué manera tan caritativa de aplicar las leyes sociales y de entender los deberes del hombre! La mala fe dictó esos renglones, hijo mío, para precipitarte; pero la razón está por encima de las preocupaciones del vulgo, y los seres deben hacerse superiores, despreciándolos, para no servir de juguete a torpes instintos. [...]
-No puedes faltar a tu juramento sin ofender a Dios.
-¿Y la sociedad?, preguntó el joven con recelo.
-¡La sociedad!, murmuró el padre con ironía. Obra bien, y deja que la malidicencia se cebe en ti; nadie se escapa de las garras del vulgo, siempre maligno. Vale más que el vulgo te juzgue prudente y no que te vea con las manos manchadas de sangre.
-¿Y si me llaman cobarde?, observó Alberto estremeciéndose. [...]
¿Me ofreces solemnemente cumplir tu juramento para no faltar a Dios?
-Sí.
-¿Me ofreces también despreciar al vulgo?
-Sí, padre. [...]
VIII.
-Síguele; humíllale ante el mundo.
-¡Ya le provoqué! Es un cobarde, repuso él con aire de triunfo.
-¡Humíllale más todavía! Quiero verle revolcado en el fango, escarnecido por todos. Y después, ven a buscarme.
-¡Valentina! [...]
-¡Por allí! ¡Corre! [...]
-¿Qué es esto?, pensó Florencio. ¿Qué ha pasado entre los dos? [...] ¿Quiere que le humille? [...] Poco ha de costarme, pues ese hombre no tiene dignidad; desde anoche, que le arrojé a la cara mi tarjeta, no ha venido a vengar el ultraje [...] Voy a ser héroe sin peligro [...] Y después [...] ¡Ah, después! [...] ¡la felicidad! Ella lo ha dicho: Ven a buscarme. ¡Por esa mujer sería capaz de reñir con el mundo entero! [...]
No habían llegado a la altura de la calle del Sauco, por el paseo de Recoletos, cuando Alberto se detuvo al oír estas palabras:
-¡Alto, caballero Puente! [...]
-¿Con qué intención me sigue Vd. a esta hora, señor Tejada?
-Debe Vd. comprenderlo; esperé todo el día la visita de los testigos de la persona que recibió anoche una ofensa, que parece le importa poco.
-¡Caballero!
Alberto se pasó la mano por los ojos, y acercándose a Florencio, le dijo:
-Es inútil que insista Vd. en provocarme, porque no puedo medir con Vd. mis armas.
-¿Conmigo? ¡Eso es un insulto!
-Con nadie, señor Tejada; respete Vd. mi confesión, y siga su camino sin temor a rivalidades, porque entre esa señora y yo no existe lazo ni compromiso que sea obstáculo a su afecto.
-¿Me cede Vd. el campo?, preguntó Florencio con tono insolente. ¡Gracias por la generosidad! En todo caso creeré que se retira Vd. por miedo.
Alberto apretó los puños y miró al cielo, pidiéndole valor para soportar tan grosero insulto. Se repuso al momento y dijo con entereza:
-¡Abra Vd. paso y no sea temerario!
Iba a andar cuando de los labios de Tejada salió esta frase:
-¡Así castigo a los cobardes!
Y levantando el bastón, le dejó caer sobre la cabeza de Alberto Puente.
-¡Ira de Dios! ¡Miserable! [...]
Lanzándose furioso sobre el agresor, cogióle por la cintura, y alzándole con sus hercúleos brazos, lanzó al aire su cuerpo como quien despide una piedra. Florencio Tejada cayó para no volver a levantarse; su cabeza había chocado contra el tronco de un árbol del paseo, y la congestión causó la muerte instantánea. [...]
Tejada me ofendió, y mi honor lastimado exigía una reparación [...] ¡El honor! ¿Acaso la sociedad me perdonaría la muerte de un hombre sin cubrir las fórmulas que tiene establecidas para matar sin responsabilidad?
¡La justicia me condenaría como asesino porque maté sin testigos! ¿Qué ley es esa escrita en el forro del Código Penal para burlarse del artículo que dentro del libro condena el duelo? [...]
¡Mis manos están malditas! ¡No puedo rozarme con los hombres sin exponerme a nuevas desgracias! ¡La sangre de los dedos me salpica el rostro! ¡Huyamos del mundo! ¡Aquí me ahogo! [...]
Voy no se a dónde, a buscar la soledad, a dónde no me vea expuesto a defender mi honor ultrajado, lamentando la gloria del triunfo. ¡No, no, madre mía! ¡Esos triunfos son peores que la muerte! ¡La ley del honor exige al hombre sacrificios superiores a sus fuerzas! ¡Morir o matar! [...] ¡Oh!, ¡es mil veces mejor morir! [...]
-¿A dónde voy?, dijo. ¡No sé! ¡Al desierto! ¡Al fin del mundo, donde no encuentre hombres que sacrificar a la ley del honor! [...]
Piedad se ha casado con Patricio; pero llora la muerte de su madre y la ausencia de su hermano. ¡Nadie en el mundo es completamente feliz!
Elena, ¡ah!, la pobre amante no tiene la dicha de saber olvidar, y llora y reza en la soledad.
¿Y Alberto Puente?, me preguntarán los lectores de la Revista. No puedo contestar. No se si ha muerto; él lo dijo: ¡iba huyendo de sí mismo!
¡Tantas personas desgraciadas o víctimas de una exigencia! ¿Qué importa? ¡La sociedad ha triunfado! ¡Está satisfecha la ley del honor!.
TEODORO GUERRERO, La Ley del Honor, La Nación, Buenos Aires, 6 al 13 de junio de 1882, p. 1
Esa narración social transcurre en Madrid, entre diciembre de 1874 y febrero de 1882. Protagonista: Alberto Puente, teniente de caballería de la Guardia de Corps (Regimiento de Lanceros).
De improviso se estremeció [Cheroute], al ver en frente de sí la pálida y severa figura del Sr. DArlinson, que decía:
-Le prohíbo que se llame V. republicano.
Esta extraña prohibición fue formulada con el tono más imperativo y más brutal.
-Usted me prohíbe [...]
-Que se llame V. republicano!
El infeliz se agitaba como fuera de sí, aturdido, obcecado. Articuló por fin con voz ahogada:
-Yo [...] yo lo soy más que V.
Y recibió un bofetón en pleno rostro.
Esta escena tuvo las consecuencias que son de presumir.
Los preliminares del duelo dieron lugar a un incidente curioso. Se habían convenido el arma, el lugar, la hora, todo estaba arreglado, cuando hacia media noche, saliendo juntos de una cervecería en donde habían hecho mucho gasto, los testigos de Cheroute se comunicaron ciertas reflexiones que los dejaron confusos. Se fueron inmediatamente a casa del Sr. DArlinson, al cual despertaron, y después de un solemne preámbulo, le suplicaron les dijera si las palabras que él había pronunciado por la mañana no significaban que Cheroute era, un espía.
El Sr. DArlinson los tranquilizó: sus palabras no habían tenido tal significación.
Entonces preguntaron cuál había sido su significado. DArlinson contestó que la cabeza de su amigo le había disgustado, y nada más. No pudieron obtener otra explicación, y se retiraron estupefactos.
El duelo fue a espada, y tuvo lugar en una pequeña isla desierta y agreste que hay en el punto en que se juntan los ríos Arve y Ródano.
Para todos aquellos que conocían al Sr. DArlinson, el comportamiento que observó en aquella circunstancia les hubiera parecido inexplicable.
Cheroute atacó con furor salvaje, pero saltaba a la vista que nunca este desgraciado había manejado una espada. DArlinson, por el contrario, era un maestro consumado. Hubiera podido poner término en seguida al duelo con un pinchazo. Sin embargo no lo hizo. Parecía ir preparando un golpe serio, un golpe mortal. Por fin, inducido sin duda por un sentimiento de compasión, se le vio encogerse de hombros, y tocar a su adversario en el antebrazo derecho.
El arma cayó de la mano de Cheroute que se inclinó para recogerla, pero no pudo hacerlo. El pinchazo había sido hecho con una precisión anatómica. Le fue imposible cerrar la mano.
Los testigos declararon que estaba satisfecho el honor.
Cuando se iban a separar, Cheroute dijo a DArlinson:
-¡Yo soy del pueblo, yo no sé manejar la espada pero puedo aprender! ¿Promete V. darme revancha algún día?
DArlinson reflexionó breves instantes.
-Sea, dijo.
A contar desde aquel instante, Cheroute vivió encerrado en su casa. Todos los días un profesor de esgrima iba a darle lecciones, y espadachineaba de la mañana a la noche. Ya no tenía más que una idea en la cabeza, una aspiración en su vida: su revancha, un duelo a muerte. [...]
Encerrados en una pieza de paredes inmundas, iluminada por un agujero enrejado, abierto en forma horizontal, como una mandíbula gesticulante, varios hombres endosaban silenciosamente la infame librea, el casacón encarnado, el pantalón amarillo, el gorro verde.
Eran diecisiete llegados por la mañana, seis ladrones y asesinos, once condenados de la Comuna. [...]
DArlinson y Cheroute se habían reconocido.
Cheroute se había plantado frente a su antiguo enemigo y estaba allí, cruzado de brazos, siempre riendo burlonamente. [...]
Cuando acabó de reír, el condenado dijo lentamente:
-¡Le prohíbo de que se llame usted comunero!
La mano nerviosa de DArlinson, cayó ruidosamente sobre la mejilla de Cheroute y los presidiarios se interpusieron logrando detener a Cheroute que quería devorar a su adversario.
Los guardianes no se habían movido; reían.
-¡Hélos ahí, a los apóstoles de la fraternidad! ¡Hélos ahí!, dijo por fin el cabo de varas. [...]
Durante esa hora de descanso, al día siguiente de su llegada, en el dormitorio número cuatro, en el primer piso, tuvo lugar, entre los dos compañeros de cadena, ese duelo a muerte, que llegó a ser, para todos los que lo presenciaron, el más lúgubre recuerdo que haya quedado en su memoria.
Como el tiempo era hermoso, casi todos los presidiarios habían quedado en el patio.
El drama sólo tuvo una docena de espectadores que por casualidad habían subido, y otros cuatro, que por un acuerdo secreto con los combatientes, debían servir de testigos. Cheroute había querido que todo se hiciese conforme a las reglas establecidas.
Clavos de buque, verdaderos puñales de quince centímetros de longitud, fijados en la extremidad de dos cañas, reemplazaban a las espadas.
Las cadenas eran suficientemente largas.
Cheroute tenía su argolla en el pie derecho, DArlinson en el izquierdo, pero había declarado éste que le era indiferente pelear con la mano izquierda.
El rostro del bandido resplandecía de una satisfacción feroz. Desde Ginebra había, por decirlo así, vivido para este instante.
Siempre que se había visto libre, había frecuentado las salas de armas, llegando a ser un espadachín temible.
DArlinson se puso en guardia. Cosa curiosa, desde que se ponía una espada en la mano de ese hombre, ya no se reconocía al sectario, la raza reaparecía. Aún allí armado de aquel hierro burlesco, digno de un mohicano, la elegancia de la postura y de los movimientos, una gracia altanera, los labios sonriendo con ironía, revelaban en el galeote un gentilhombre, el trasunto de un taco encarnado de la antigua corte.
Por buenos tiradores que fuesen, lo extraño de las armas desconcertó por algunos instantes el juego de los dos adversarios, y resultaron golpes extravagantes.
Cheroute recibió un golpe en la cara; el labio superior, desgarrado, descubrió los dientes e inundó de sangre la barba. Esta herida no detuvo un sólo instante el combate.
Un segundo golpe, ligero también; hirió a Cheroute en el hombro. Desde aquel momento desapareció la expresión triunfante de su fisonomía. Comprendió la superioridad de DArlinson; la rabia y desesperación hicieron brotar lágrimas de sus ojos inyectados. Rompía a cada instante y tiraba bruscamente la cadena, intentando hacer caer al adversario, pero no pudo. DArlinson, siempre tranquilo, iba procurando acabar pronto. Por tercera vez hirió a Cheroute en el costado izquierdo.
Cheroute cayó ahogando una blasfemia.
DArlinson bajó su arma con sorpresa, porque esta vez también creía haberle sólo causado una herida insignificante. Con una mirada invitó a los testigos a ocuparse del herido; no se apercibió que éste, fingiendo revolverse, se arrastraba hasta sus pies. De un salto el bandido se enderezó y se abalanzó a él con una fuerza inaudita.
Rodaron por el suelo y durante algunos momentos sólo se oían los rugidos de Cheroute, después un pequeño grito de DArlinson y aquél se levantó solo. Reía espantosamente, parecía estar loco. Se fue a apoyar a la pared, mientras varios presidiarios rodeaban a DArlinson, tratando de levantarle.
-Es inútil, dijo Cheroute, le he despedazado los riñones.
Todos dieron un grito, porque estas palabras querían decir literalmente: DArlinson tiene rota la espina dorsal. Todos se echaron sobre el asesino; lo querían matar. Él se retiraba, parando los golpes, mofándose siempre, hasta llegar al borde de una escalera. De repente le faltó terreno y cayó hacia atrás, arrastrando al agonizante. Rodaron de escalera en escalera, el uno sobre el otro hasta llegar abajo.
Cuando retiraron los dos cuerpos DArlinson respiraba débilmente, Cheroute había perdido el conocimiento; rodando se había roto el cráneo y la herida era mortal.
Fueron transportados a la enfermería y expiraron los dos en la noche, con pocas horas de intervalo.
Se les arrojó en la misma fosa.
NIHIL, Un duelo en presidio, La Nación, Buenos Aires, 12 de noviembre de 1884, p. 1
Los duelistas son refugiados franceses que vivieron en Ginebra durante los primeros años del Imperio. Cheroute se comprometió a matar al emperador, era un frecuentador de tabernas donde sostuvo gran número de riñas. Impresionaba su palabra callejera, cínica y violenta. DArlinson pertenecía a una noble familia del Delfinado. Oficial de marina cuando el golpe de Estado, había tomado una parte muy activa en la resistencia armada sostenida en un departamento del Sud. Fue degradado y desterrado. Vivía abandonado, pobremente; el producto de algunas lecciones de Matemáticas era su único sustento. La acción posterior de esta novela transcurre en un presidio de París, después de 1871.