A continuación abrevamos en la revista "Aquí está" para transcribir varios artículos sobre las cuestiones caballerescas en las que el gran bufo intervino como duelista, padrino, árbitro y espectador. Atraído por las emociones fuertes, el honorable Parravicini convertía al duelo criollo o a la europea en un espectáculo, casi siempre cómico, similar a la comedia de la vida...
Vamos a pelearnos a cuchillo
Pero tampoco faltan los dolores de cabeza. Las peleas con los empresarios de cuyos incidentes jugosos vamos a ocuparnos pronto; los líos con los autores y entre los actores. Éstos se producen a veces por causas importantes o triviales. Entre las primeras, figuran las que provocaron el retiro de Salvador Rosich, Vittone, Pomar y Ballerini. Entre las otras podríamos mencionar aquella famosa riña entre Zurlo y Enrique Muiño.
El futuro socio de Alippi suele vanagloriarse constantemente ante sus compañeros de sus prodigiosas aventuras. Aventuras que ciertas o inventadas refiere con un acopio extraordinario de detalles, que parecen confirmar su verosimilitud. Pero siempre hay algunos descreídos. Entre ellos forma ese gran actor que se llamó Humberto Zurlo, quien llega a convertirse en un contradictor permanente. Basta que Muiño abra la boca, para que el otro tenga la réplica a flor de labios.
-Cuando yo era cabo de cañón.
-¡Pero que cabo ni que cañón! ¡Si ni siquiera sabes como es un barco!...
Y así siempre.
Un día la disputa se hace más enconada y los dicterios más fuertes. Los dos actores están a punto de irse a las manos; parece que ya nadie podrá evitar el choque. Pero de pronto, Muiño detiene a su rival, ante la expectación de los demás integrantes del elenco.
-Mirá -dice-, no nos vamos a pelear como dos cualquieras.
-¿Y?...
-Te desafío a pelear a cuchillo, en duelo criollo...
Zurlo, arrebatado, acepta de plano.
Todos miran hacia donde está Parravicini, esperando que interceda para evitar el lance. En efecto, éste se adelanta hacia los contendientes. Pero lo que dice no es lo que los otros esperaban:
-¡Muy bien! ¡Macanudo! Yo les serviré de padrino...
En el próximo número:
Parra, árbitro de duelos
Continuación:
Todos suponían que la intervención de Parravicini iba a evitar ese duelo a la criolla entre Muiño y Zurlo. Pero ocurre justamente al revés. Al ofrecerse como árbitro, ha venido, por decirlo así, a oficializarlo.
Y no se conforma con eso. Todavía atiza más el fuego de esa súbita enemistad nacida entre el intérprete de los compadritos y el mesurado Zurlo.
-Enrique anda siempre provocando a la gente -le susurra a aquél-. Tenés que darle una lección...
Y a Muiño:
-Te han ofendido, che. Y un caballero no puede permitir que se lo lleven por delante así no más...
No hay arreglo posible
Algunos actores creen que las cosas ya se han llevado demasiado lejos. Y proponen un temperamento conciliatorio. Pero es inútil. La inexplicable y enredadora conducta de Parra dificulta cualquier arreglo pacífico. Y Muiño, además, exhibe un aire imponente de Juan Moreira embravecido:
-¡A ése yo lo hago callar de una vez para siempre!
Formalizado el lance, se procede a llenar los requisitos de rigor. Siendo el duelo a cuchillo, es preciso cuidar de que ninguno de los contendientes lleve ventaja. Y se procede a medir los que usarán dentro de un instante para lavar con sangre fresca el honor ofendido.
En ese momento llega el empresario. Apenas se entera de qué se trata, Serrador intenta disuadirlos. No consiguiéndolo, se opone a que su local sea escenario de la escaramuza.
-¡Ah, no! ¡En mi teatro, no! ¡Yo no quiero líos!
Es preciso, por lo tanto, abrir nuevamente las deliberaciones. Alguien, a lo mejor el mismo Parra, propone como lugar del duelo el atrio de la iglesia de la Piedad, situada en Bartolomé Mitre y Paraná, a unos pasos del Argentino. En realidad, el sitio no puede ser más propicio. En la esquina no suele haber vigilancia y se cuenta con cierta oscuridad cómplice... Aprobada la sugerencia, todos salen para allá.
Parra no quiere intervenir
Debe haber sido curioso el desfile de los cómicos. En primer término, Parra con uno de los duelistas, quienes, como buenos criollos, llevan sus respectivos ponchos. Luego siguen el otro rival, musitando amenazas, los otros actores, dos o tres actrices que a pesar de su temor no han podido vencer su curiosidad femenil y, finalmente, el atemorizado empresario. Hace ya un rato largo que sonó el campanazo de la una de la mañana. Es, pues, una hora propicia para tales desaguisados...
Llegados al atrio, se deja un ancho lugar para los adversarios. Estos están ya frente a frente. Zurlo se envuelve el brazo con el poncho y otro tanto hace Muiño. En el centro, como impecable director del lance, está Parravicini. Aquéllos se cambian algunos insultos:
-¡Te voy a dar una lección!...
-¡Unos tajos te van a hacer bien, maula!
Mientras tanto, algunos compañeros del elenco hacen un último intento, para cerrar el paso a la tragedia.
-¡Che, Parra, intervenga, pues!
-¡Claro! ¿No ve que son unos muchachos?
-¡Obligalos a reconciliarse!
Pero Parravicini ni quiere oír hablar de que lo priven de ese espectáculo.
-¡Que se arreglen, che! Y así está bien: ¡son dos varones de mi flor!
Y procede a dar las últimas instrucciones a los duelistas. Luego, Interroga:
-¿Listos?
Un doble asentimiento de cabeza.
-Bueno, cuando diga ¡ya!, le meten no más...
Los espectadores, anhelantes, contienen la respiración. Un leve destello frío se escapa de las hojas que empuñan los contrarios. Zurlo baja la cabeza como un toro presto a embestir.
Y entonces es cuando tiene lugar ese golpe de efecto.
¿Vos creíste que iba en serio?
-¡Pero, che! ¿Nos vamos a desgraciar por estos... sinvergüenzas que quieren divertirse a nuestra costa? ¡Que se embromen! No les vamos a dar el gusto... ¡Vení a darme un abrazo!
El del gesto teatral es Muiño, que ahora arroja el poncho, tira el cuchillo y se dirige hacia su contrincante con los brazos abiertos.
Zurlo, estupefacto primero, no tarda en hacerse cargo de la situación y se echa en brazos de su compañero.
Los otros, descargados de pronto de su tremenda tensión nerviosa, se ríen, exhalan suspiros de alivio, comentan en diversos tonos el frustrado duelo. Pero lo cierto es que han quedado estupefactos. El único que se ríe a carcajadas, como si siempre hubiera estado al cabo de la situación, es Florencio.
Todos lo rodean. Alguien pregunta:
-¿Qué te pasa? Si hubiera sido por vos, éstos se achuran...
Y él, sin dejar de reírse, con un tono convencido:
-¿Pero vos te creíste durante un momento que esto iba en serio? Yo no, hermano.
Un rato después, reunidos alrededor de una mesa, toda la compañía celebra la ocurrencia de Parra, y el susto de todos...
Parra quiere que haya duelo
Esto de intervenir en los duelos como espectador, árbitro o padrino, siempre lo atrajo mucho a ese espíritu amante de las emociones fuertes que era Parravicini. Seguramente quería encontrar allí, en el choque de los aceros conducidos por brazos vengadores, ese mismo cebo espectacular que lo incitaba a las hazañas deportivas y a las mil y una aventuras de su existencia.
Decimos esto porque nos consta esa participación suya en unos cuantos lances duelísticos. Lances más serios que aquel que acabamos de relatar, aunque a veces terminaban también sin derramamiento de sangre y con abrazos. Y a veces, no...
Allá por agosto del año 1905, cuando Parravicini tiene todavía por compañera de actuación ante las multitudes ávidas del Roma, a Pepita Avellaneda, le toca intervenir en una enconada disputa. En síntesis, se trata de lo siguiente: un actor o empresario se siente agraviado por una publicación hecha en la revista La Divette y califica duramente al corresponsal que la ha enviado. Macías, director de la revista, recoge el guante. Se nombran los respectivos padrinos, y por Macías intervienen Florencio Parravicini y P. Mac Carthy.
Estos tienen una actuación enérgica. Preguntan a los representantes del empresario:
-¿Retira esos términos, sí o no?
-No.
-Bueno. Tenemos órdenes de nuestro representado de establecer condiciones severas. El duelo será con espada de combate, de punta y filo. Y seguirá hasta que uno de los adversarios quede en condiciones de imposibilitado...
Como se ve, a Parra le gusta llevar los conflictos hasta sus últimas consecuencias. Parece que en medio de esos enredos se sintiera a sus anchas, como un inquieto Mefistófeles divertido al ver las disputas de los hombres...
Pero el causante del duelo parece sentirse ahora ganado por las vacilaciones. Sus padrinos provocan una nueva entrevista, donde intentan llegar a un arreglo amistoso, pretextando la inferioridad física de su apadrinado, que es corto de vista. Sin embargo, Macías replica por boca de Parravicini, que si su adversario huye del terreno, se haga reemplazar por otro más largo de vista y corto de lengua'...
Visita a deshora
Todas las gestiones quedan, así, definitivamente terminadas.
El duelo debe tener lugar el domingo a las seis de la mañana. Parra vuelve a su casa, como siempre, a la madrugada. Como no le queda tiempo para dormir, procura entonarse con una ducha y licores. De pronto alrededor de las 4 tocan insistentemente la campanilla de la puerta. Como el valet está descansando, va él mismo, después de echarse encima una robe. Antes de que llegue a la puerta, otros campanillazos sacuden la casa. Es evidente que los nocturnos visitantes están dominados por la impaciencia. Pensando echarles una reprimenda por su desconsideración, Parra hace girar la llave y...
-¡La policía!
En efecto. Un oficial y dos vigilantes se destacan entre la incierta luz de la madrugada.
-¿Usted es Parravicini? Venimos a buscarlo.
-¿Qué quieren de mí?
No sabemos nada. Orden de la Jefatura...
Florencio tiene un pálpito. Y un rato después, en el Departamento, se confirman sus sospechas. Allí están detenidos también los otros tres padrinos y los duelistas. Alguien ha dado cuenta a la Policía del inminente combate. Y la consecuencia es que sólo los dejan en libertad cuando todos los complicados dan su palabra de honor de que renuncian a la realización del duelo.
Y así queda terminado el asunto.
¿Quien ha sido el confidente? Es lo que nunca se consigue poner en claro. Pero los suspicaces señalan como responsable al más vacilante de los rivales, al corto de vista y largo de lengua...
En todo caso, lo que puede asegurarse es que el más defraudado no es el ofendido, que se queda sin reparación, sino su solícito padrino, Florencio Parravicini.
Otra vez en líos
Pero él se hubiera defendido enérgicamente de esta suposición. Según el bufo, era el destino quien lo elegía para mezclarlo en sucesos raros y fantásticos.
-Parece que la gente me buscara para complicarme la existencia más de lo que siempre la he tenido. Por ejemplo, con ese duelo del barón...
Esta vez sí que se trata de un lance en serio. Con personas de otro ambiente y distinta categoría. Y seguramente, con más ardor, como lo demuestra el hecho de que corra la sangre con cierta abundancia. Pero no nos apresuremos.
Como siempre, lo tenemos a Parra de entusiasmado espectador...
-Una tarde, después del ensayo, se presentó en mi camarín del teatro Buenos Aires el barón de Benilodey, pidiéndome que le concediera urgentemente una entrevista a solas. Entonces, nos dirigimos a La Castellana a tomar el aperitivo, y entre copa y copa, me explica lo que quiere...
Una bala perdida
¿Quién es este barón de curioso nombre? Se trata de un español cercano a la cincuentena, ex capitán de húsares, que había sido dado de baja en el ejército peninsular por su condición de calavera y pendenciero, y a causa de ciertos escándalos de bulto. Perteneciente a una familia noble y adinerada, el barón consuela su destierro frecuentando el Buenos Aires nocturno. Justamente así es cómo ha llegado a conocer a Parra, una noche de juerga, en un colmado de la calle Rivadavia, en que la manzanilla y el jerez corrían abundantemente. A poco de conocerlo, el actor se da cuenta de que el ex capitán es lo que se llama una bala perdida, pero dotado de cierto arrojo y evidente coraje. Además, su charla es lo suficientemente amena para que Parra lo incluya en el círculo de los asiduos a su camarín.
Debido al interés que le inspira el tal personaje, se siente ahora muy intrigado. ¿Qué es lo que busca?
-Vengo a pedirle su teatro para batirme...
-¡Demonios! ¿Y con quién es la cosa?
-Con el secretario de Tallaví. ¿Lo conoce?
-¡Ah, sí! Barona...
Parece que habían tenido horas antes un violento altercado intercambiándose ante testigos violentos insultos. La ofensa es grande, y no hay más solución que borrarla violentamente, con sangre.
-Como usted es un caballero, me sentiré amparado batiéndome en su teatro...
Parra reflexiona unos instantes. La responsabilidad que se hace caer sobre él no es pequeña. Pero...
-Bueno. De acuerdo. Los espera aquí mismo, un cuarto de hora después de terminado el espectáculo.
-Gracias, Parravicini. Otro pedido más. ¿Tiene espadas?
-Francamente, no. Las mías las presté hace unos meses, para otro duelo, y nunca me las devolvieron. Entre nosotros, creo que los padrinos las llevaron a una casa de compra y venta... Pero no se preocupe, yo las conseguiré en alguna parte...
Como para partir cabezas
Desde su casa, y mientras cena, el bufo se pone en comunicación con varios amigos, pidiéndoles que le presten las espadas de combate. Pero por una causa u otra, nadie las tiene disponibles. ¿Qué hacer?
Cavilando sobre el asunto sale de su casa y se encamina hacia el teatro, adonde llega más temprano que de costumbre. De pronto se le ocurre una idea. Llama al utilero del teatro y le pide dos sables iguales. Luego, ubicándose en el foso del escenario, y ayudado por aquél, comienza a sacarles filo en una piedra apropiada que allí encuentra.
-Lo cierto es que yo me sentía como el que va a cometer un crimen. Estos sables cortaban como una navaja. Hay que calcular lo que sería un golpe pegado con ellos. Agregando a su peso la fuerza del brazo, es seguro que si llegaban a caer sobre la cabeza de uno de los rivales, éste iba a ser partido por la mitad como una astilla de leña...
Pero como no hay otro arbitrio, y su palabra está en juego, Parra no se anima a retroceder. En esos momentos llega Enrique Muiño, que lo ha buscado inútilmente en su camarín y se sorprende al encontrarlo en esa singular ocupación, afilando sus armas como el Dios Marte.
-Y estos preparativos bélicos ¿a qué vienen?
-Si guardás reserva, te cuento...
Después del relato, Muiño toma una de las armas y tira un mandoble al aire. El silbido es escalofriante. Muiño queda impresionado:
-Che, me parece que con estos sables, no les van a quedar ni los rabos... Si querés, y para ganar tiempo, puedo ir pidiendo los ataúdes...
Y los dos largan la carcajada. Total, los que tienen que batirse son los otros.
En el próximo número:
Sangre en el Teatro
Continuación:
Parra y Muiño deben subir a prepararse para la función. Pero, mientras Florencio juega su papel en la obra, no puede pensar en ese duelo que dentro de un rato sostendrán, en ese mismo escenario del Buenos Aires, su amigo el barón de Benilodey y el secretario del gran actor español Tallaví, también conocido suyo, llamado Barona. Los sables, que el mismo Parra les ha preparado, afilándolos concienzudamente, representan un peligro seguro para la vida de los contrincantes. Pero no hay otra solución. ¿Dónde conseguir espadas de combate, a último momento?
Durante uno de los entreactos, alguien pronuncia al pasar a su lado, casualmente, el nombre de Gregorio de Laferrère. De inmediato el actor se da cuenta de que ahí reside la solución. Sin perder tiempo, le envía un mensajero al Círculo de Armas, donde aquél suele encontrarse, pidiéndole que le consiga en el club esas espadas.
No ha terminado el segundo acto, cuando regresa el mensajero trayendo las armas y una carta de Laferrère pidiéndole que les deje presenciar el duelo a él y a otros socios del Círculo...
Conseguidos los duelistas, las armas y hasta el público, todo está preparado para el drama. Pasada la una y media de la madrugada, únicamente quedan en el teatro, Muiño, Parra, y el conserje De la Calle, hermano del valet que durante tantos años sirviera fielmente al bufo. Pero éste no tiene idea de lo que va a ocurrir. Florencio le ha dicho que pronto van a llegar unos amigos para dar lectura a una obra, y que, por lo tanto, los deje pasar cerrando después las persianas metálicas del teatro. Y el hombre así lo hace, inocente de lo que le espera...
Caballeros y aventureros
Primero llegan Laferrère, Julio A. Roca futuro vicepresidente de la República y otros socios del Círculo de Armas. Luego, el barón de Benilodey y sus padrinos. Después, Barona con los suyos y un médico. Y, finalmente, el director del duelo.
Se llamaba Terol de Palma. Era un mozo culto, fino, delicado, pero con una historia complicada y fantástica que dio mucho que hablar en España y en Buenos Aires por sus repetidas fechorías. Pero, eso sí, con sus amigos era de una honestidad sin límites...
El telón está levantado y la escena iluminada a plena luz. En la platea, que está a oscuras, se ubican cómodamente, como para contemplar uno de los acostumbrados espectáculos teatrales, Laferrère y sus amigos. Los contrincantes quedan desnudos de cintura arriba. Mientras el médico desinfecta las espadas y prepara su caja de primeros auxilios, Benidoley pide un cigarrillo. Al dárselo, Parra nota que su mano no acusa temblor alguno y que el barón se conserva sereno. En cambio, Barona se muestra pálido y nervioso. Pero no es a causa del miedo, sino porque está dominado por el resentimiento y ansioso de terminar de una vez con su adversario.
-Yo era amigo de los dos -confiesa Parra-, y a los dos les daba ánimo, deseándoles igual suerte, cosa imposible en un duelo.
Un hachazo que termina el duelo
Terol de Palma hace las últimas recomendaciones. Y luego dice:
-A ustedes, caballeros, ¡en guardia!
Comienza el diálogo de los aceros. Barona es el primero en arremeter con una furia desordenada. Benidoley consigue a duras penas defenderse, pero lo hace con una calma meditada. En el primer asalto no consiguen tocarse. Benidoley, más fogueado, deja que su adversario se canse en vehementes pero inútiles ataques. En esos momentos, Parra se da cuenta de que la balanza ha de inclinarse fatalmente en su favor. A partir del tercer asalto, y notando que su rival se halla fatigado, el barón ataca con decisión descargándole un hachazo certero y violento, que produce a Barona una profunda herida, desde el codo a la muñeca. Y la espada se le cae de la mano...
Los espectadores pueden estar satisfechos. Su expectación no ha sido defraudada.
No se necesita el cajón
Pero Barona no se resigna ante el contraste. Furioso y desacatando la orden del director del duelo, se abalanza sobre su espada. Consigue tomarla con la izquierda y anuncia su propósito de proseguir, a pesar de la sangre que mana de su herida. Sin embargo, se lo impiden. El médico tiene que esmerarse para curar su brazo y unir la destrozada piel mediante unos broches de metal. Luego, y satisfechos, al parecer, el honor de los contrincantes y la curiosidad de los demás, cada cual se va a su casa a descansar de tantas emociones.
-¿Viste que no hacía falta el ataúd? -comenta Parra, dirigiéndose a Muiño-. Ya ves que todo terminó bien...
Pero no hay que cantar victoria demasiado pronto. El conflicto se produce al día siguiente, cuando el comisario seccional se entera de lo ocurrido y hace comparecer a todos.
Que arresten al otro
-¿No saben que están prohibidos los duelos aquí? Usted, Parravicini, será castigado por haber cedido el teatro...
Pero Parra a quien le sucede lo mismo por cuarta o quinta vez ya se ha vuelto ducho en estos líos. Y se lava las manos, hábilmente.
-¿Yo? Yo no tengo nada que ver. El teatro no es mío...
-Pero es el empresario.
-Tampoco...
La consecuencia es que lo meten preso al administrador, Beltrán, que no sabía una palabra de todo el asunto. Y no tiene más remedio que tomar su arresto con resignación filosófica, mientras Parra se justifica:
-Alguno tiene que pagar el pato. Y si yo no trabajo, no entra plata en boletería...
Hay otro inocente que resulta perjudicado: el conserje De la Calle, a quien se le quita el empleo.
En cuanto a Benidoley, que tan bien parado saliera de este lance, halló el fin que Parravicini y otros amigos venían prediciéndole. Tiempo después, y hallándose en Asunción del Paraguay, tuvo una gresca con un marido ofendido. Y éste, más listo, lo dejó fulminado con un certero balazo...
No se sabe a quien desafiar
Y por su parte, ¿es que Parra nunca sostuvo un duelo?
No existen constancias que lo afirmen... Pudiera ser que su acreditada fama de buen esgrimista y habilísimo tirador desalentara de antemano a todos los candidatos a desafiantes.
Es cierto que una vez hacia octubre de 1911 pareció que habría de formalizarse un lance. Un diario de la tarde destacó la noticia en grandes titulares.
Duelo Parra-Pacheco
La versión circuló a raíz de la reprise de una obra de Pacheco, La ribera, en el teatro Buenos Aires, donde entonces actuaba Parravicini. Parece ser que la puesta en escena desagrada al autor, quien manifiesta airadamente su opinión en un reportaje.
Ofendido, y pese a tratarse de un viejo amigo, Parra le manda sus padrinos. Son Mariano de la Riestra y Alberto Macías.
Pero, sin saberlo y antes de que los representantes lleguen a su casa, Pacheco envía un desmentido a la prensa. Admite su descontento, pero niega haber empleado los términos que se le atribuyen.
Un duelo cómico
Menos seria, pero más sabrosa es la incidencia o el duelo cómico que un día le toca mantener con un autor. Ya se sabe que quienes entregaban sus obras a Parra, o se las escribían especialmente, tenían que resignarse con antelación a las alteraciones que el cómico introducía, a sus abundantes morcillas y retruécanos sembrados a lo largo de toda la obra. Por lo general, nadie se molestaba con estas irreverencias, debido a que esas improvisaciones de Parra lograban salvar a menudo obras mediocres y sin aliento. ¿Qué hubiera sido de tantas piezas cómicas y sainetes deleznables, sin esas acotaciones salvadoras que el bufo intercalaba oportunamente?
Pero no siempre su colaboración era bien recibida. Es lo que sucedió cierta vez en el Argentino, con una obra gauchesca. Como tan a menudo habría de ocurrirle, se presentó el día del estreno sin haber estudiado la letra y sin participar siquiera en un ensayo general. Por lo tanto, tiene que recurrir a sus habituales injertos. Cada vez que sus compañeros se dirigen a él, contesta con bromas y ocurrencias que nada tienen que ver con el argumento.
En un momento dado, debe sostener un diálogo con Alberto Ballerini. Éste se dirige a él como si se tratara de un curandero, hablándole de una mujer afectada por una grave enfermedad.
-Además -concluye- la vaca también está enferma... ¿Qué hago?.
El apuntador quiere hacerse escuchar por Parra. Vanamente. Este ni le hace caso.
-Para la vaca -le contesta a Ballerini- un buen remedio es que la lleve a un salón de lustrar y le haga lustrar los botines'...
Es el colmo. El disparate deja alelado a Ballerini, sorprendido al público y enfurecido al autor. Éste, que se halla en una de las primeras filas, se pone de pie, y en voz alta se dirige a los espectadores:
-Estimado público: les advierto que yo no escribí eso. Y la que se está dando no es mi obra...
A mandoble limpio
La salida del autor molesta a Parra. ¿Cómo se atreve? Habría que darle un escarmiento. Adelantándose hacia el proscenio, grita:
-¿Por qué no sube a protestar desde aquí, desde el escenario?
Arrebatado, el otro se encamina desde la escalerilla utilizada para los espectáculos de revista. Pero apenas ha puesto el pie en el primer escalón, Parra se le va encima, después de haber extraído de su disfraz de gaucho la herrumbrosa daga. El autor corre, y Parra lo persigue por la sala y luego por la calle, hasta la esquina de Bartolomé Mitre y Uruguay, donde consigue aplicarle algunos planazos. Entonces, regresa triunfador.
Mientras tanto, la representación ha quedado suspendida. Una vez que el bufo se halla de nuevo en escena, refiere al público lo sucedido, con su donaire habitual, y todo el mundo lo festeja. Y recién entonces puede continuar la función....
MARTÍN ALVERA, Vida romántica y aventurera de Parravicini, el hombre que hizo reír a tres generaciones, Aquí está, Buenos Aires, 1945