Ha pretendido explicarse varias veces el desastre de Waterloo. Pero, en verdad, que el desastre no está todavía explicado.
Expliquémoslo nosotros, que hemos llegado a lo profundo de tantas cosas.
El desastre de Waterloo fue debido a una serie de cuatro equivocaciones del emperador Napoleón.
Hagamos historia de una vez.
Cierta tarde de 1809, el Emperador pasaba revista a sus tropas en Compiegne. Iba a caballo, llevaba puesto su famoso sombrero de dos picos, cuya aterradora sombra se proyectaba en toda Europa, como se proyectan hoy día las películas de Charlot, y no puede decirse que en aquella tarde se hallase el Emperador muy contento.
De pronto, un golpe de viento ese viento juguetón de Compiegne, que provoca tantas pulmonías dobles arrebató al Emperador su sombrero, que cayó al suelo. Un soldado, el soldado Pierre Delarouge, se salió de filas, se precipitó sobre el sombrero y se lo entregó con gran respeto al Emperador. Éste lo cogió y, distraídamente, le dijo:
-Gracias, teniente.
-¿Teniente? -dijo el soldado estupefacto-. ¿De qué regimiento, Sire?
Y Napoleón, dándose cuenta de su equivocación, pero no queriendo volverse atrás, replicó:
-Del Regimiento de mi Guardia.
-¿Es posible, Sire? -indagó el soldado.
-Sí, capitán -repuso el Emperador, equivocándose de nuevo.
-¿Habéis dicho capitán? -clamó el soldado, desorbitando los ojos.
-Sí; he dicho capitán, coronel -repuso Napoleón hecho un lío.
-¿Coronel o capitán? -insistió el pobre Delarouge.
Napoleón gritó iracundo y en pleno cisco mental:
-¡Coronel, he dicho, mariscal!
Y al día siguiente, para no quedar mal y para que se viera que tenía palabra, Napoleón nombró mariscal al soldado.
Lo demás es fácil de explicar.
Aquel soldado, ascendido a mariscal por un golpe de viento, mandó un cuerpo de ejército en Waterloo, y, como era más bruto que una artesa, logró el que los aliados le atizasen hasta que se cansaron.
Más tarde, ya en Santa Elena, Napoleón le regaló aquel sombrero a la viuda del mariscal Ney, con una carta que decía:
Señora: ese sombrerito me ha costado perder el trono de Francia. Os lo mando no para que lo guardéis, sino para que jueguen con él vuestros niños, pues bien se merece semejante tormento. Por lo demás, si alguna vez volviese a regir los destinos de nuestro país, en lugar de sombrero usaría boina con rabito.
No olvidéis cómo me intereso por vos y que mi felicidad es seros agradable.
Napoleón.
ENRIQUE JARDIEL PONCELA, Máximas mínimas, Buenos Aires, Editorial Juventud Argentina, 1957, pp. 228-229