Estando en 1865 la División del Norte del ejército mejicano cerca de la frontera norteamericana, ocurrió un incidente en este último territorio, figurando en él algunos mejicanos. Entre los testigos llamados a comparecer ante el juez estaban los coroneles Adolfo Garza y E. Mejía, ambos distinguidos ciudadanos al servicio de la causa republicana. No se conocían personalmente, ni jamás habían tenido motivo alguno que los pusiera en relación; pero por desgracia los aproximó fatalmente el hecho de tener que ir a deponer ante el tribunal de la Unión, y difirieron en sus apreciaciones de tal modo, que los juicios emitidos por Mejía colocaban bajo un mal punto de vista y llegaban hasta a desmentir lo aseverado por Garza.
Lo supo el coronel Garza y se sintió ofendido, pues era el tipo más acabado de Quijote en materia de honra. El coronel Mejía era otro cumplido caballero. Su testimonio ante el juez había sido dado conforme a la verdad según los informes que había recibido, y si desmintió con ello a Garza no lo hizo llevado por un espíritu maligno.
Garza buscó a Mejía, y cuando lo encontró, le pidió que le permitiera decirle dos palabras.
Señor coronel Mejía le dijo con la más exquisita urbanidad soy el coronel Garza a quien usted ha afrentado con su falsa declaración en los tribunales de la Unión. No soy hombre que pueda soportar semejante injuria sin castigarla como se merece, pero está de por medio la patria vilipendiada por sus hijos traidores y ultrajada por la planta del invasor extranjero: nos debemos a ella, y únicamente a ella podemos sacrificar sin mengua nuestras vidas, siendo esto tanto más obligatorio cuanto más elevado sea el puesto que ocupen sus defensores y las aptitudes que tengan. Yo guardaré en lo más hondo de mi corazón la ofensa que a mi honra ha inferido usted, hasta que hayamos expulsado del suelo de la patria al invasor, y que, venciendo a los traidores, restablezcamos la república colocando triunfantes nuestras instituciones en medio del regocijo de todos los patriotas. Si muero en esta contienda llevará mi alma el perdón para usted, pero si sobrevivo lo buscaré, y dondequiera que le encuentre le cruzaré el rostro con mi látigo: tiene usted empeñada mi palabra de honor.
Sorprendido verdaderamente, no atinó Mejía a dar una pronta contestación, y cuando quiso hacerlo, ya Garza se había marchado después de un ligero saludo. No volvieron a verse, pues Mejía se unió al presidente Juárez en Chihuahua, y Garza quedó en la División del Norte.
Dos años después estaba restablecida la república, y funcionando sus instituciones. El coronel Mejía, perteneciente a una distinguida familia que residía en la capital, fue electo diputado al Congreso, siendo uno de sus miembros más conspicuos.
Al salir una tarde de las sesiones ordinarias, fue detenido por un señor correctamente vestido de negro, y que en su mano derecha llevaba un latiguillo con puño de oro.
¿Me conoce usted, señor coronel Mejía?
No tengo ese honor le contestó Mejía después de haberlo observado por un instante.
Soy el coronel Garza, quien, esclavo de la palabra dada, le cruza la cara con este látigo.
Mejía retrocedió, pero pisó con tal desgracia el cordón de la vereda con el pie derecho, que se le torció violentamente, astillándose el tobillo y cayendo a la calle. El mismo Garza fue el primero que trató de ayudarle a ponerse en pie, y hecho esto, sacó una tarjeta suya y se la entregó a Mejía: en ella estaba escrita su dirección y hora en que se le podía ver.
Mejía no tenía suficiente amistad con el coronel Edelmiro Mayer para pedirle el servicio de ser su padrino en un duelo a muerte, pero sin embargo hizo uso del derecho que implícitamente tienen los compañeros de armas. Como quien se va a batir debe dejar que todo lo haga y arregle su padrino, Mejía lo escogió a Mayer considerando sus condiciones morales e intelectuales, confiándole lo que consideraba su ser moral: la honra del soldado y del caballero.
Como Mayer tenía amistad con el agresor, se vio obligado a verlo inmediatamente después de recibir el mandato de Mejía y le entregó la carta-poder de éste donde se le otorgaba la representación. Garza le manifestó a Mayer que con su aceptación le haría un gran favor pues, aunque había pensado nombrarlo su padrino, los actores serían caballeros del mismo temple y todo se desarrollaría con la mayor honorabilidad y cortesía.
Para igualar el combate, los padrinos estipularon que los duelistas se batieran sentados, pues Mejía estaba convaleciente con la pierna derecha entablillada. Convinieron también los padrinos en que el lance se llevara a cabo dos días después, a las seis de la mañana, en una quinta próxima a la ciudad de México; que las armas sean pistolas de arzón, y a voz de mando; que ambos combatientes estén a veinte pasos uno de otro, sentados en un banquito de tijera.
Como el Presidente de la República no quería que el duelo se verificase, fue necesario postergarlo y hubo que despistar a la policía. Superados los inconvenientes, a las dos de la tarde del 27 de diciembre de 1868, se hallaron presentes en el campo del honor los duelistas, padrinos y médicos invitados. Se escogió el terreno, se midió la distancia, colocando a veinte pasos uno de otro los banquitos de tijera. Una vez cargadas las pistolas, se perfiló debidamente a los contrarios dándoles a cada cual la suya, y el coronel Mayer dio las voces, y a la ejecutiva partieron simultáneamente los dos tiros: habían errado el blanco. Los padrinos tomaron las pistolas para volverlas a cargar y el lance continuó de conformidad con lo pactado, pero el segundo tiro tuvo un resultado fatal. El coronel Garza estaba herido de muerte. Le manifestó a Mayer que no tenía rencor ni odio contra su oponente y estrechándole la mano a su heridor a su vez le dijo:
Coronel, voy a morir, pero antes que esto suceda, declaro aquí, delante de estos amigos, que no me ha compelido a darle el latigazo su conducta en los tribunales, pues poco después fui informado de todo, comprendiendo que no había perfidia de parte suya; pero yo había dado mi palabra de honor y tenía que cumplirla sin consideración de ningún género. Me despido de usted para siempre, pero llevo conmigo el mayor respeto para usted. ¡Adiós!.
Garza dejó todo arreglado para que no se persiguiera a Mejía, declarando por escrito que por torpeza se le cayó su revólver sobre una silla, y que saliendo un tiro, le ha causado una herida en la ingle. Asimismo, Garza le entregó a su médico una carta dirigida a sus hermanos, terratenientes de Texas, en la cual, encomendándose a la misericordia de Dios, les indicaba que no vengaran su muerte y que le ofrecieran la amistad leal a Mejía, a quien consideraba un valiente caballero. Garza afirmaba que había ofendido a ese noble soldado y caballero e instaba a sus hermanos a que hiciesen todo lo posible para borrar aquella grave falta.
Los hermanos Luis y Félix Garza visitaron al coronel Mejía para ofrecerle eterna amistad, le entregaron la carta del difunto, el coronel la leyó y declaró que su contrincante fue un hombre noble y generoso, y un fuerte abrazo estrechó a aquellos tres hombres de corazón valiente, que sin embargo lloraban como niños.
Fuente: EDELMIRO MAYER, Campaña y Guarnición. Memorias de un militar argentino en el ejército republicano de Benito Juárez, Buenos Aires, Editorial Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría, 1998, p. 89-96
Soldado, duelista, funcionario, empresario, escritor, traductor, periodista y músico, el porteño Germán Edelmiro Demóstenes Mayer (1837-1897) llegó a coronel del ejército norteamericano y a general de Benito Juárez en la guerra contra el emperador Maximiliano de México. Hemos reproducido su retrato.