Conmovedor, austero, de una dignidad impresionante, el acto con el cual s e honró el año pasado la memoria de los 52 seres humanos asesinados por mandatarios, funcionarios, empresarios y sindicalistas corruptos en la estación ferroviaria de Once, fue el más significativo hecho político que se vivió en el país en muchos años. Acaso en décadas.
Fue político en el mejor, más profundo y más noble sentido de la palabra. No buscó "acumular poder" (la excusa de políticos profesionales y de gobernantes para sus más obscenas maniobras y patrañas). No se lo adjudicó nadie. No se mencionó ni una vez la palabra "pueblo" (esa abstracción que nada quiere decir en el vocabulario de dirigentes). No se dio lugar a oportunistas de ninguna bandería. No se prometió nada. No se descalificó a nadie. Se fundamentó en un sentimiento legítimo, real y colectivo. Se exigió, con argumentos tan sencillos como sólidos e incontestables, la restauración de los pilares esenciales de cualquier República democrática: justicia, reconocimiento de las necesidades ciudadanas, vigencia de las instituciones básicas, presencia y decencia de quienes reciben un mandato sólo para usurparlo e incumplirlo. No hace falta decir lo poderoso que es esto en un país en el que (con anuencia de buena parte de la sociedad) tanto democracia como República están en una larga y penosa agonía.
Fue un extraordinario hecho político protagonizado no por profesionales bizarros e indignos de lo que es un arte y una ciencia, sino por quienes son la razón de ser de la política: los ciudadanos, los habitantes de la polis (la ciudad, el Estado), los que mejor saben qué les duele, qué necesitan, a qué aspiran y con qué herramientas se proponen construir su convivencia. Fue político porque amalgamó la diversidad sin pedir a cambio la renuncia a la propia identidad de cada uno. Fue dolorosa y bellamente político porque no lo motivó ningún fin oculto, ningún propósito perverso, sino la dignidad herida y la decisión insobornable y no negociable de exigir reparación a la ignominia.
El potente y exacto texto que leyeron los padres de Lucas Menghini Rey en nombre primero de todos los deudos desgarrados para siempre y de los heridos que llevarán las cicatrices perennes que les marcó la corrupción, fue, más allá del dolor de cada palabra, un ventarrón de pureza, de integridad, de humanidad trascendente.
Erizaba la piel y anudaba la garganta escucharlos en esa misma plaza en la que tantos manipuladores irresponsables, de tantos disfraces diferentes, contaminan el aire con discursos huecos, con tonos impostados, copiados de manipuladores anteriores o inventados por entrenadores de ocasión.
Ni oficialistas ni opositores: ciudadanos en carne viva, de distintas condiciones, de diferentes orígenes, con diferentes proyectos, unidos por una herida y una voluntad común (voluntad de justicia, de decencia), protagonizaron un hecho que, además de todo, nos recordó que estamos atravesados por la política en la medida en que somos miembros de una comunidad, y que si le regalamos la política a quienes la vacían, la bastardean y la degradan, ellos seguirán postergando la justicia, la honestidad, la democracia y la República.
Para que no debamos acceder a la verdadera política a través del dolor y la injusticia, es necesario que nos apropiemos de ella en el día a día a día de nuestra convivencia y de nuestro quehacer cotidiano. Dejando de mirar para otro lado, dejando de pensar con el bolsillo, dejando de creer que el dolor o la necesidad de los otros son sólo de los otros. Eso exige ciertas incomodidades, resignar algo propio en nombre de lo común, preocuparse, no callar, discrepar con buena fe, exigir. Sólo los ciudadanos pueden dignificar a la política, rescatarla: no los corruptos profesionales, no los intelectuales oportunistas, no los cultores del "no te metás". No es inmodificable que ese rescate parta del dolor. Puede también nacer de una esperanza. De la voluntad de vivir en una sociedad digna, y de hacer algo por ello