A principios del siglo XX escupir "o salivar" en la vía pública podía ser penado por la ley y así lo prevenían placas enlozadas que se veían por aquí y allá. Hoy sólo sería una actitud grosera, y quién dice que mañana, como van las cosas, no constituya casi una forma de saludo. Pero tanto en aquella época, como hoy y mañana, matar fue, es y será algo prohibido, como robar, violar o mentir. Hay valores permanentes y hay hábitos y costumbres que, aunque se confundan con valores morales, cambian con los tiempos.
Ambas cosas tienen una función: contribuir a la convivencia entre las personas. Las sociedades más armónicas, las que fluyen alrededor de ciertos acuerdos, propósitos y proyectos colectivos que se transmiten de generación en generación, pueden adaptar sus hábitos y costumbres mientras cambian los tiempos, de manera que resulten funcionales y lógicos. Mientras tanto, honran los valores permanentes viviendo de acuerdo con ellos, y no simplemente dando discursos sobre ellos.
Cuando una sociedad, o sectores significativos de ella, carece de proyectos convocantes y trascendentes (trascender es ir más allá de uno mismo, del propio ombligo) es posible que se aferre a hábitos y costumbres como si en ellos le fuera la existencia. Buscará cohesionarse en torno de éstos y será rígida y condenatoria con quienes exploren nuevas formas de comportamientos, aunque esas formas no atenten contra los valores esenciales. Se corre entonces el riesgo de confundir valores con costumbres y de sentir que si cambian las costumbres se pierden los valores. "Ya no hay moral", dirán algunos. "Se perdieron los valores", asentirán otros. Lo importante sería prestar menos atención a las costumbres de los demás mientras no afecten a terceros y actuar colectivamente de modo de honrar valores esenciales. A lo que hay que decir no es a la corrupción, a la mentira, al crimen, al asesinato, a la injusticia. Esto es posible, aunque una persona sea vegetariana y la otra adicta a las milanesas.