Mientras 500 chicos de entre 15 y 19 años mueren cada año víctimas de diferentes tipo de violencia (son cifras del Ministerio de Salud y corresponden a 2010), una veloz maniobra de pinzas a cargo de un grupo de tareas parlamentarias se propone dar el voto a adolescentes de 16 años . ¿A cambio de qué promesas, lisonjas y bagatelas? Ya se verá en su momento. No tienen propuestas ni acciones para proteger a los jóvenes desamparados por sus adultos (en el plano social y familiar), pero se acuerdan de ellos para usarlos. Los chicos son siempre carne de cañón. En algunos países, como soldaditos que mueren en guerras desatadas por dirigentes inmorales. En casi todo el mundo, como blanco de un marketing que los estimula obscenamente para consumir (y, a través de ellos, a sus padres). En este aspecto es escalofriante la descripción de los mecanismos de lavado de cerebro que hace Juliet B. Schor en su libro Nacidos para comprar, una obra implacable en sus datos. En nuestro país los chicos son material accesible para la manipulación política e ideológica más descarada.
La adolescencia termina alrededor de los 20 años y es una etapa en la que se cierran procesos evolutivos de orden físico, cognitivo e intelectual. Ciclos que naturalmente necesitan ese tiempo. Ésa es la teoría. Habrá más posibilidades de que ella se plasme si existen adultos conscientes, maduros y responsables que cumplan su función de guías, mentores, orientadores morales y referentes existenciales. Si no, se vive y crece en una orfandad funcional dolorosa y con consecuencias serias y hasta trágicas en lo individual y lo social. Aquel tipo de adulto es una minoría esforzada en nuestra sociedad , en donde patéticos adolescentes eternos (de 30, 40, 50 y más años) se desentienden de responsabilidades y consecuencias. Si proponer el voto a los 16 años en cualquier país y en cualquier momento es un despropósito, hacerlo en el nuestro es una infame irresponsabilidad que ofende el sentido común.
"Hoy se madura antes", argumentó un legislador lenguaraz. Es exactamente al revés. Atiborrarse de información chatarra y ser diestro en el manejo de juguetes informáticos (o de armas o de autos lanzados a velocidades criminales) no es madurar. Menos cuando se tiene dificultad para comprender textos simples, ensamblar ideas o vislumbrar proyectos de vida fuera de la casa paterna. Esto en lo emocional e intelectual. En lo legal, esos chicos no están habilitados para casarse, para adquirir propiedades o para conducir. No por un capricho jurídico, sino por razones sensatas. A menos que la insensatez lleve ahora a prometerles que tales impedimentos serán quitados de su camino en otra guerra relámpago parlamentaria. Quizás sea la próxima novedad.
Para la caza de adolescentes no hay veda ni reglas. Al parecer, está permitida todo el año, y más aún en la cercanía de tiempos electorales. Cuando se va por todo, vale todo. Vale usar y desamparar a los chicos, besarlos para la foto proselitista, ponerles en el oído la música de una épica tan falsa como perversa, adobarlos con relatos y promesas ilusorias, dejarlos sin razones verdaderas para crecer, desvirtuar sus posibles utopías, impulsarlos a creer que para tener un futuro hay que ir por los atajos, eludiendo los radares de las normas y de los valores. Con ese ejemplo se los educa.
Pobres chicos. La temporada de caza está abierta. Siguen muriendo en las rutas, en las calles, en los boliches, en los hospitales a donde los arroja el coma alcohólico de cada fin de semana, huérfanos de adultez nutriente, aprendiendo a sobrevivir como sea en un mundo que los adultos ausentes (o presentes desde el oportunismo y la manipulación) han convertido en inhóspito y amenazante. En un mundo para sobrevivientes sin escrúpulos. Los cazadores ya pusieron el cebo. Y quienes podrían dar la voz de alarma, impedir el escopetazo proselitista, dudan, hacen cálculos. ¿Conviene detener a los cazadores? Se preguntan. Con semejantes guardaparques no habrá especie que sobreviva.