Reinar es prevenir (Mamerto Menapace)
Por lourdes
  
Domingo, 21/12/2025
Una vez hubo un náufrago. Y ustedes saben que la característica de este tipo de sucesos es que solo nos enteremos de ello por algún náufrago que logra salvarse. Por tanto en este naufragio también hubo uno que logró sobrevivir.

Cuando sintió que todo se desarmaba a su alrededor, buscó aferrarse a algo que flotara. Afortunadamente consiguió agarrarse a una tabla que formara parte del barco que las olas habían destrozado. La tormenta era bravísima y tenía aspecto de no querer calmarse hasta quién sabe cuándo. Lo cierto es que nuestro pobre personaje puso todas sus fuerzas y sus sentidos en tratar de mantenerse aferrado a aquella única posibilidad de salvación.

Dos días y una noche entera estuvo a merced de las olas que lo hacían subir y bajar en medio de la tempestad. Rendido por el esfuerzo, el cansancio, la sed y el hambre, finalmente perdió el conocimiento. Pero no por ello aflojó sus manos que siguieron apretando aquella tabla que le impedía hundirse definitivamente. Cuando volvió en sí, se sorprendió de que ya las olas no lo zarandearan; simplemente venían a lamerle el cuerpo con suavidad antes de retirarse de nuevo de la playa a donde lo habían conducido. Claro que todo esto lo vivía como entre sueños, porque estaba realmente en el límite de sus fuerzas.

Por fin logró sentir las cosas con más claridad, y se sorprendió al darse cuenta de que no estaba solo. A su alrededor se movía una gran cantidad de gente que trataba de ayudarlo y que lo cuidaba con el mayor esmero. Volvió a perder el conocimiento y cuando lo recuperó se encontró en medio de un gran palacio, sentado en un trono real, con una corona en la cabeza, un cetro en la mano y rodeado por un mundo de gente que lo aclamaba:

- ¡Viva el rey! ¡Viva el rey: nuestro rey!

Todos cantaba llenos de alegría a su alrededor. Y era evidente que el motivo de esta fiesta era justamente él mismo. Los habitantes de aquella isla solitaria donde las olas lo habían llevado, lo recibían como a su rey, y así se lo estaban demostrando. No cabía la menor duda. Aquello no era un sueño. La comida caliente, el vino generoso y la ropa abrigada que le habían proporcionado no dejaban posibilidad de considerar que la cosa no fuera real.

Pero para que todo tuviera su explicación, uno de los presentes se adelantó y le dijo:

- Majestad, permítame explicarle lo que ha sucedido. En esta isla, cuando nos quedamos sin rey, no somos nosotros quienes volvemos a elegir al nuevo soberano, sino que esperamos que sea Dios mismo quien nos lo mande. Es así que todas las mañanas recorremos nuestras playas para ver si Dios nos ha enviado a algún náufrago. El primeo que hallamos es aquel que consideramos enviado para ser nuestro rey. Hacía mucho que lo estábamos aguardando. Nueve meses de espera, finalmente cumplidos con felicidad al tenerle entre nosotros.

Bien. La cosa estaba clara y no había nada que discutir. Al contrario. Parecía que su suerte lo invitaba simplemente a gozarla. Ya el destino lo había querido rey, luego de haberlo convertido en náufrago, lo único que le quedaba por delante era aprovechar de la situación sacando de ella el mejor de los partidos, mientras durara. Además, esto era lo que todos sus cortesanos y súbditos trataban que hiciera.

Les miento al decirles que todos trataban de halagarlo. Había un viejito sabio que no le decía nada. Parecía mirarlo siempre con un gran cariño. Y esto tenía intrigado al flamante rey. Entendía que aquel silencio encerraba un secreto para él. Lo intuía en su mirada. Porque todo el que mira con cariño, y calla, es porque tiene algo importante que decirnos.

Finalmente, una noche el viejito habló. Entrando tímidamente en la sala del rey, pidió permiso y se sentó delante de él. Y esto es lo que dijo:

- Majestad: en esta isla usted nunca acabará de sorprender. Aquí suceden las cosas más extrañas. Le diría que la gente que la habita es de lo más veleidosa, y cambia súbitamente de parecer. Cualquier día de estos se cansarán de su reinado. Vendrán y le quitarán el trono, la corona y el cetro. Lo desnudarán de todo, y convirtiéndolo nuevamente en un pobre náufrago, lo meterán en una barquita de dos metros de largo por medio de ancho, y lo entregarán otra vez a las olas para que se aleje de aquí. Las corrientes marinas lo llevarán a usted hacia aquella isla lejana que se divisa allá en la bruma, donde no encontrará nada. Quizá tampoco habrá nadie que lo reciba y le dé su ayuda y compañía.

Y continuó el anciano sabio, con una mirada llena de cariño:

- Si usted me permite, majestad, le quisiera dar un consejo que ya di a muchos sin que lograra ser escuchado por ellos. Es ahora cuando usted puede hacer algo para que aquel día no lo sorprenda de improviso y lo vuelva a dejar en la miseria. Busque entre sus súbditos, habitantes de esta isla, a los que son pobres, enfermos, perseguidos, marginados o algo por el estilo. Elija lo mejor que tiene en su reino y de lo que usted ahora puede disponer libremente, y cargue con todo ello un barco. Entrégueselo a esa gente y envíelos por delante suyo hasta aquella isla, para que allá puedan vivir felices y en paz. Que ellos vayan antes que usted a construirle un palacio mejor que éste que habita y que es solo provisoriamente suyo. Así el día que lo expulsen de esta isla imprevisible y veleidosa, y las corrientes marinas empujen su barquita de dos metros de largo por medio de ancho, llevándola hasta aquellas costas, usted encontrará gente amiga y agradecida que lo recibirá como a un rey querido y esperado.

…Bueno. Lamentablemente aquí termina la historia, porque el resto del libraco que la contenía se perdió. Nosotros no podremos saber qué es lo que hizo el náufrago rey.

Pero con lo que sabemos nos alcanza para manejarnos en esta tierra nuestra, a donde hemos llegado como náufragos, hemos sido recibidos como reyes, y de la que cualquier día saldremos de nuevo en la barquita de dos metros de largo por medio de ancho.

Si prestan atención, por las noches, cuando están solos, sentirán que el Viejito sabio nos sigue mirando con ojos llenos de cariño sin decirnos nada.


Por lourdes